Si en un reciente artículo indagábamos acerca del rodaje en Soria de Campanadas a medianoche por parte de Orson Welles en el entorno de la festividad de la Inmaculada Concepción durante el mes de diciembre de 1964, ahora miraremos en clave arquetípico-junguiana esta gran película que parte de la obsesión de su director y principal actor por plasmar cinematográficamente a su venerado Shakeaspere destacando principalmente, en este caso, al personaje que interpretaba, Falstaff, tomado de las dos partes de Enrique IV, el inicio de Enrique V y un poquito de Las alegres comadres de Windsor.
En pocos días he visto tres veces Campanadas a medianoche. En la primera ocasión sin haber leído nada sobre la película y, en las dos ocasiones restantes, tras la lectura de muchas páginas de libros y de artículos en internet, siendo la obra que más me ha llamado la atención el monográfico escrito por el director de la Filmoteca de Cataluña y gran experto wellesiano, Esteve Riambau, titulado Las cosas que hemos visto. Welles y Falstaff.
Su mejor película, su opus magnum
Grandiosa película es Campanadas a medianoche, tanto que el propio Orson Welles no duda en afirmar que es su preferida. «Es mi película favorita. Si para entrar en el cielo tuviera que ofrecer una película, esa es la que ofrecería, porque es para mí la menos fallida, digámoslo así; es la que más se aproxima a lo que intenté hacer; en mi opinión, conseguí lo que pretendía con ella que con mayor medida que con ninguna otra», afirma en una entrevista.
Creemos que Welles puso tanto empeño en esta película porque se sentía muy identificado psicológicamente con el personaje de Fallstat hasta el punto de llorar emocionado, arrodillado todavía, tras el «corten» de la escena de su repudio por quien ya no era Príncipe Hal sino recién coronado Enrique V. «Al final tuvimos que ayudarle a levantarse. Había entrado en la piel del personaje. Welles era Falstaff», cuenta Edward Richard, el director de fotografía.
«Si no fuese más que un sirvengüenza o un pícaro, no se podría explicar su inmensa popularidad ni tendría sentido la estrecha relación de Hal con él. Pero Falstaff nos atrae y aun nos contagia, y no solo por su simpatía y su ingenio, sino, como han visto sus críticos más adversos, por encarnar ciertas tendencias humanas qu elo hacen envidiable: su voluntad de vivir libre de ataduras, su negativa a someterse a los límites de la realidad», comenta Welles (Welles Falstaff, p. 42).
Y en otro momento, dice: «Una película debe y tiene que ser un reflejo de la entera cultura del hombre que la hace, de su educación, de su conocimiento humano, su capacidad de comprensión. Todo esto es lo que informa una película». Para Welles, una película es un espejo del mundo que quiere mostrar el director desde su punto de vista, desde su «ángulo», y «este ángulo está determinado por la moral, la estética y la orientación ideológica» (Ciudadano Welles, p.286).
La Alegre Inglaterra cual Arcadia Dorada
Decía Miguel de Unamuno -como he recordado en mi libro Perdidos en el Mundo Imaginal– que una vez que Cervantes escribió El Quijote, ya no le pertenecía al autor sino «a todos los que lo lean», por lo que cada lector podía y debía tener su propia interpretación puesto que El Quijote era «algo eterno, fuera de época y aun de país», por lo que libre debía sentirse el lector para «exponer lo que su lectura» le sugiriera. Y él mismo, Unamuno, escribió una Vida de Don Quijote y Sancho aportando su propia visión. Postura que justificó así: «..:¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo en lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos». Opinión que, de conocerla, seguramente habría compartido Orson Welles respecto a sus adaptaciones de Shakeaspe como en su inconclusa película Don Quijote.
Así que no hay que extrañarse si Orson Welles, posiblemente debido a una proyección psicológica (inconsciente, por tanto), estimara que, como le sucedía a él, Fallstat, era una alegoría del hombre rústico, pero bueno en el fondo, de una «mítica» Arcadia inglesa, de un país legendario simbolizado por el ideario de Camelot, una Alegre Inglaterra (Merrie England) derrotada por la «modernidad» (William Blake también creía en esta Merrie England devastada, al igual que Tolkien). Un Paraíso Perdido que, para Welles, los Lancaster extinguen, y que se escenifica tanto en la cruenta batalla de Shrewsbury (1403) en la que muere Hapstur (representante del ideal caballeresco, según Welles) como en el repudio público del recién coronado Enrique V hacia Falstaff, quien fallece poco después.
Escuchemos a Orson Welles para conocer su opinión personal al respecto.
Y Welles, en una de las entrevistas con Peter Bodgdanovich aclara lo siguiente: «Incluso si nunca existió el «mejor tiempo pasado», el que podemos concebir un mundo así, es, de hecho una afirmación del espíritu humano. El que la imaginación del hombre sea capaz de crear el mito de un tiempo pasado más abierto y más generoso no es un signo de nuestra locura. Cada país tiene su «Merrie England», su Arcadia feliz, una época de inocencia, una mañana brillante de rocío en el mundo pasado. Shakeaspeare canta a ese mayo florido en muchas de sus obras y Falstaff -ese viejo pillo barrigudo- es su perfecta encarnación. Toda su pillería, su amor a la taberna, los embustes y jactancias no son más que una parte de él, como una breve canción que cantga para acompañar su cena. Éstas no son las cosas que busca».
Sobre la percepción particular que Welles tenía sobre la Merrie England y sus Campanadas a medianoche, Santos Zunzunegui escribe en su libro: «Orson Welles insistió repetidas veces sobre el hecho de que su filme era, antes que nada, un lamento por una Merrie England en trance de desaparición. Lo que es verdad, a condición de tener claro que esa Merrie England a la que se refieren tanto Welles como, de forma precisa, su película es un espacio mítico sobre el que proyectar la existencia de una edad de oro (el equivalente de la infancia en Kane o los «old good times» de los Ambersons) antes de que las convenciones de la política contaminen y destruyan los valores de la amistad y la práctica desinhibida y no culpable de los placeres corporales. Reivindicación, pues, al mismo tiempo de un mundo caballeresco (que se sabe definitivamente condenado a manos de los intrigantes de la política para los que el crimen y la mendacidad serán armas habituales) y de otro en el que la carnalidad puede ser gozada sin que los deberes públicos interfieran las vidas privadas, y que por eso mismo está condenada a dejar paso a un mundo al tiempo más cínico, más puritano y me nos habitable. Como señala un Harry Percy moribundo: «Time, that takes survey of all the world, must have a stop.»..»
Así mismo, Riambau en su monografía de la película, dice:
Por nuestra parte, la concepción que tenemos de la Merry England y de cualquier Arcadia Feliz no coincide con la que tenía Welles en lo que respecta al ambiente dionisíaco en el que se mueve Falstaff. Creemos que una Arcadia Feliz en la que las «Virtudes» éticas no sean los ideales a imitar, no es más que una carnavalada, lo cual no implica que en nuestra concepción de Arcadia Feliz no existan las fiestas, los bailes, la alegría vitalista, pero complementada por «lo apolíneo».
Vuelta a Unamuno
Seguiremos ocupándonos del sustrato arquetípico de la película en otro post al menos. Pero ahora, y ya que empezábamos este apartado citanto a Unamuno, concluyamos también con él, con dos fragmentos de sentas cartas de enero y febrero de 1926 escritas desde Hendaya, en las que la muerte de Falstaff despiertan en él equiparaciones subjetivas de tipo político.