El sueño y el teatro
«La vida es sueño», decía Calderón de la Barca. En el cuarto acto de La tempestad, escribe Shakeasperare: «Estamos hechos de la misma sustancia de la que están hechos los sueños, y nuestra pequeña vida se encierra en un sueño». Y en el acto acto V, escena V, proclama Macbeth: «La vida no es más que una sombra que camina; un pobre actor que se contonea y apura su momento sobre el escenario, y después no se le escucha más: es un relato narrado por un idiota, lleno de sonido y furia, que no significa nada».
Y Borges, siguiendo con este tono ontológico, escribe en su pequeño relato «El destino de Shakeaspeare«: «La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: «Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo». La voz de Dios le contestó desde un torbellino: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño está tú, que como yo era muchos y nadie».»
La modalidad ontológica de la analogía entre la existencia y el sueño (y el teatro o la novela) -tan querida y recurrente en el esoterismo de la que hemos hablado por nuestra parte en Perdidos en el Mundo Imaginal – tan sólo en un momento de Campanadas a medianoche asoma y sólo a modo de esbozo, casi al final, cuando el recién coronado Enrique IV repudia al anonadado Falstaff y, entre otras cosas, le escuchamos estas palabras: «Largo tiempo he soñado con un hombre de esa especie, tan hinchado por la orgía, tan viejo y tan profano. Pero, despierto, he despreciado mi sueño».
En cambio el sueño ordinario es objeto de un monólogo del rey enfermo que está a las puertas de la muerte, secuencia que Orson Welles dota de una estética cinematográfica orwellesiana tan particular, como marco ideal a la interpretación y dicción del actor John Gielgud.
El sueño es aquí equiparado casi a una divinidad pagana, «suave nodriza de la naturaleza» que nos convierte en niños otra vez, acurrucados en el seno materno, felices, sin problemas, sin dolor, descansando en paz, como en Macbeth segundo acto, escena II, donde se lamenta de no poder dormir por «haber asesinado al sueño»: «…Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor; el sueño, descanso de toda fatiga; alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida.»
Leamos el monólogo shakeasperiano recogido por Welles en Campanadas a Medianoche:
También Orson Welles ha sabido trasladar magistralmente al cine la inserción de escenificaciones teatrales que Shakeaspeare introduce en su Enrique IV. La Taberna de la Cabeza de Jabalí del londinense barrio de Eastcheap (fabricada en una nave industrial de Carabanchel), es el escenario de la farsa entre Falstaff y el Príncipe Hal intercambiándose los papeles y representando también al padre-rey Enrique III, ante un público que se ríe de las chanzas como si estuvieran en un corral de comedias, que participa igualmente coreando el nombre de Faltstaff o con una estupenda Margaret Rutherford en su personaje de posadera que aplaude y exclama: «¡Ay Jesús, recita su papel como esos cornudos cómicos que he visto muchas veces!».
Con un pie en el cine y otro en el teatro, Orson Welles es un actor-director anfibio. «Es en el interior del filme donde hay que buscar el teatro y no en el teatro de Shakeaspeare donde hay que buscar Campanadas a medianoche», opina Jean Louis Comolli.
«Convirtió la taberna en un escenario casi teatral, un lugar propenso a los planos generales rodados con gran angular, a la presencia de un público que desde la balaustrada asistía a la representación de los protagonistas y a la puesta en escena de sus situaciones», confirma Esteve Riambau. «Otra escena de marcado cariz teatral es la rodada en la casa de Shallow [un desvan de Lekumberri], donde llega la noticia de la muerte de Enrique IV», reseña Riambau, y en efecto hay un plano secuencia memorable que concluye con un contrapicado de Welles muy afín a Ciudadano Kane en las escenas de la redacción del Enquire. Y toda esta «concepción teatral de la puesta en escena cinematográfica implicaba la complicidad de la iluminación», añade Riambau.