Iniciación de Ginés de Lara en San Juan de Duero (M. Roso de Luna)

Proseguimos con la transcripción del libro de Mario Roso de Luna «Del Árbol de las Hespérides» iniciada en el post «Iniciación de Ginés de Lara en San Polo (M. Roso de Luna). Hoy diríamos que esta iniciación descrita por Mario Roso de Luna sobre su personaje Ginés de Lara y Montalbán en «Del Árbol de las Hespérides» tiene rasgos formales con el simbolismo iniciático masónico del «sepulcro» de la logia y, también. guarda similitudes con ritos mistéricos de la Antigüedad. Textos gnósticos hay que, por ejemplo, consideran el relato evangélico de la resurrección de Lázaro como un ritual iniciático ligado a «la muerte en vida», o sea, que no estaba muerto realmente. Incluso algunos, hoy, podrían ver rasgos de una «experiencia cercana a la muerte» en lo que narra Roso de Luna respecto a esta literaria iniciación en el monasterio de San Juan de Duero pocos años antes de la disolución papal de la Orden del Temple (1312). En todo caso, estamos ante una descripción literaria de «estados alterados de consciencia».

Tres días del aislamiento y el ayuno más riguroso hubo de soportar Ginés de Lara entre los románicos muros del vecino San Juan del Duero para prepararse a recibir el inefable grado días antes del plenilunio de junio, la noche augusta de los celtas, cuyos cultos druídicos, abolidos en mala hora por un cristianismo infantil inapto para comprenderlos, recobraban en la noche del día tercero todo su mágico esplendor. El ojo escrutador del Freire-Hierófante le seguía doquiera, y su providente mano le guiaba solícito, sin que Ginés lo advirtiese, a lo largo de aquellos solemnísimos momentos que, descontado el éxito final, habían de hacer del joven candidato burgalés un «dvija», o «dos veces nacido», que dicen los brahmanes; un «nacido de nuevo», un «renacido por el Agua y por el Espíritu», que enseña el Evangelio de San Juan en su capítulo III, hablando de Jesús y de su discípulo Nicodemo. (9)

Pero, ¡qué de tempestades intelectuales y morales no experimentó Ginés en aquellas mortales horas! Realmente no hay resurrección sin muerte, ni amanecer alguno en la Naturaleza ni en el hombre sin que la precedan las tinieblas, tristezas y atonías nocturnas que hacen más adorable su luz. Todos los sentidos del vigoroso candidato fueron puestos a prueba, torturados en agonías mortales, que aquí ni siquiera intentaremos describir y que le hicieran exclamar como a Jesús en el Huerto de las Olivas: » ¡Aparta de mí ese cáliz si es posible, Padre mío!…» (Mateo, XXVI, 3342).

Y fue tal la excitación, el supremo grito de rebeldía de la terrenal naturaleza suya, como de todos los candidatos en tamaño trance, que al caer la tarde del día tercero, Ginés cayó también desmayado, exánime, sobre el pequeño lecho que se le había dispuesto y que más bien parecía un estrecho ataúd.

Su conciencia física le abandonó al fin, mientras que su conciencia astral, cual crisálida que pasa a mariposa rompiendo su capullo, levantó el vuelo bajo el ala protectriz de su invisible Maestro.

El mundo de la cuarta dimensión, que diría un matemático moderno, abrió de par en par al neófito Ginés las puertas de su sideral misterio. Las paredes de la celda iniciática se alejaron y desvanecieron, e igualmente el recinto entero del monasterio sanjuanista, dejando su puesto a un como tupido bosque de robles. El bosque se abrió después un tanto en praderías deliciosas que a la luz de la luna llena del solsticio más parecían oscuro lago de misterio en cuyas orillas se desarrollara siglos antes la leyenda céltica de «el nieto del rey, hijo de la hija sin marido», de la que se habló al principio.

La tormenta del día anterior había dejado mojado el suelo, y por sobre el lago de verdura flotaban tenues jirones de niebla que el viento del Norte llevaba hacia la sierra, cual la barquilla del lago de las tres reinas de la isla de Avilion caballeresca, remedando personajes de misterio, reyes y reinas, monjes y caballeros escapados unas horas a sus tumbas para poner a prueba al temerario joven que se atrevía a franquear impávido aquellos parajes en la noche augusta aquella, precursora de las del solsticio.

El viento, agitando las hojas de la fronda, hacía centellear a la luz del plenilunio las gotas de lluvia como otras tantas lucecitas de superliminal y pavorosa fosforescencia, fuegos fatuos gemelos de los de los cementerios y de las luciérnagas de los matorrales, como aquellas que al Lirio de Astolat —la «Blanca Flor» bretona— alumbraban en su encantada barquilla, féretro llevado por las aguas astrales de aquel fantástico lago con rumbos desconocidos para los mortales desprovistos del don trascendente de la clarividencia.

Todos los crueles fantasmas de ¨La noche de Ánimas¨, de la inmortal leyenda de Becker, se entremezclaban en la mente de Ginés a mil reminiscencias, ya que no realidades, de los libros caballerescos, con no pocos matices de cosas harto admirables que se leen en el Evangelio. ¿Eran delirios derivados del febril estado del joven, o cosas efectivas y ciertas del mundo hiperfísico, cosas que no puede ver la salud y sí la enfermedad o la muerte? Para nosotros la una y la otra hipótesis son igualmente ciertas, pues que los llamados delirios en lo físico no son sino verdades, seres, mundos de otra «dimensión», de otro orden, para cuya percepción es indispensable la llamada anormalidad orgánica, a la manera como para fotografiar los objetos que vemos a plena luz es precisa la cámara oscura y sus tinieblas.
Ginés, al par que veía todo esto en panoramas de indescriptibles lejanías, se sentía llevado dulcemente en su lecho-féretro como en oscilante barquilla, hasta que la Voz del Maestro y su garra poderosa le alzaron de éste al fin. Pero cuando quiso seguir al Maestro caminando en ellas sobre aquellas aguas sin fondo, sintió que su planta vacilante se hundía en ellas y gritó como los pescadores discípulos de Jesús aquella vez en que, tras el célebre milagro de los panes y los peces, él les dejó aparentemente abandonados en el barco, en el mar de Tiberiades (10).

Y el Maestro, que nunca le había abandonado, se hizo visible al fin en toda su grandeza trascendente, tan admirablemente descrita por Bulwer Litton cuando nos presenta al mago Zanoni saliendo de los propios fuegos del Vesubio ante los ojos espantados de Glyndon, el inglés escéptico. Y el Guía —que no era otro sino su tío el orive desaparecido— le tendió la mano y le afirmó en sus pasos vacilantes sobre las ondas procelosas del lago aquél, llevándole hasta un templo espléndido, entre cuyas luces, aromas y música de seres invisibles, cual el palacio encantado de la Psiquis de Apuleyo, Ginés halló no sólo la anhelada y merecida calma, sino una lucidez mental tan grande que todas las cosas, el pasado, el presente y el futuro todo de la Tierra y del Hombre, era por él visto como quien lee en un libro abierto: ¡el libro del Karma o del Destino, registrado por la Luz Astral bajo la dirección de sapientísimas Entidades excelsas!…

Algo semejante, sin duda, debió ser aquel supremo momento descrito por el único manuscrito conocido de la versión castellana del Lancelot du Lac y que Bonilla San Martín nos reproduce en el apéndice de sus Leyendas españolas de Wagner, ya arriba citadas, pero descartando, por supuesto, el vulgar positivismo del relato con el que se oculta en aquella versión la enorme trascendencia de la escena iniciática acaecida al héroe don Lanzarote al descubrir, al fin, el sepulcro de Galaz y que se nos narra allí. No había, efectivamente, en aquel momento iniciático de Ginés de Lara doncella alguna del «Gran Linaje», hija del fundador del monasterio, acompañándole, ni más «orne bueno» que el propio Maestro-Guía, quien le condujo hasta la Sancta-Santorum o Adytia de aquel templo, donde el neófito halló, en el centro de una riquísima estancia de mármol, un sepulcro suntuoso, herméticamente cerrado, y cuya pesada tapa levantó fácilmente con sus manos Ginés obedeciendo al Maestro, y vio en el sepulcro, con gran sorpresa suya, a su propio cuerpo físico, del que su doble, astral y errático por el fantástico lago, se había separado (11). Cosa análoga vista por Cicerón en los Misterios de Eleusis, se dice, la hizo enseñar luego a sus conciudadanos, que «desde aquel día ya no temía a la muerte», por cuanto había adquirido, sin duda, la conciencia plena de la supervivencia del cuerpo astral, mientras que su contraparte física yacía en la tumba, es decir, en el sepulcro iniciático, como Ginesito…

VI.- HACIA LA SIERRA DE LA DEMANDA

Como uno de esos dulces ensueños, todo felicidad, de los adolescentes, la mágica visión del lago, del palacio y de sus sepulcros se desvaneció de la mente de Ginés de Lara, quien despertó en su camastro al recibir en pleno rostro el primer rayo de sol del nuevo día.


Pero no estaba solo, sino que la adorada figura de su tío el orive se alzaba a su lado gallarda y juvenil como nunca y que, imperativa, le decía:
—Ha llegado el momento. Vamonos, pues, los dos hacia la sierra bendita —y tomándole por la mano le llevó fuera del monasterio, donde le aguardaban, piafando, dos magníficos caballos blancos como aquel que es fama montase Santiago en sus apariciones, y en memoria del cual ningún caballo blanco pagaba en toda Castilla portazgos ni pontazgos (…)

Notas

9. El pasaje en cuestión merece ser recordado. Dice así: «Y había un hombre de los fariseos, llamado Nicodemo, príncipe de los judíos. Este vino a Jesús de noche y le dijo: — Rabbí, sabemos que eres Maestro venido de Dios, porque ninguno puede hacer estos milagros que tú haces, si Dios no estuviese con él. —Jesús le respondió: —En verdad, en verdad te digo que no puede ver el reino de Dios sino aquel que renaciere de nuevo. — Nicodemo le dijo: —¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Por ventura puede volver al vientre, de su madre y nacer otra vez? —Jesús respondió: —En verdad, en verdad te digo que no puede entrar en el reino de Dios sino aquel que fuere renacido del agua y del Santo Espíritu. Lo que es nacido de carne, carne es, y lo que es nacido de Espíritu, es Espíritu… —Nicodemo replicó: — ¿Cómo puede hacerse esto? —Y respondió Jesús: —Tú eres maestro en Israel y no lo sabes…»
Por supuesto, este renacimiento es el de la Iniciación. Nicodemo venía «de noche», es decir, en el augusto momento de los Misterios, cuyas escenas tenían lugar de noche siempre, como dice H.P.B. Las solemnidades de que el grado magistral se rodea en ciertas iniciaciones modernas, en recuerdo de las antiguas egipcias, no tienen otro significado.

10. El lector nos agradecerá que, a propósito de esta escena, le recordemos el bellísimo pasaje evangélico al que en ella se alude, pasaje que dice textualmente (Mateo, cap. XIV, w. 22-34): «Y Jesús hizo subir luego a sus discípulos en el barco, y que pasasen antes que él a la otra ribera del lago, mientras despedía a la gente. Y luego que la despidió, subió a orar al monte. Y cuando vino la noche estaba él allí solo. Y el barco en medio de la mar era combatido por las ondas, pues el viento le era contrario. Mas, a la cuarta vigilia de la noche, vino Jesús hacia ellos andando sobre la mar. Y cuando le vieron andar sobre la mar, se turbaron: —Es fantasma —decían. Y de miedo comenzaron a dar voces. Mas Jesús les habló al mismo tiempo: les dijo: —Tened buen ánimo; nada temáis; yo soy. Y respondió Pablo: —Señor, si eres ciertamente tú, mándame ir a ti sobre las aguas. —Y él le dijo: — Ven. —Y bajando Pedro del barco andaba sobre el agua para llegar a Jesús mas viendo el viento recio, tuvo miedo; y como empezaba a hundirse, dio voces, diciendo: —Valedme, señor. —Y luego, extendiendo Jesús la mano, trabó de él y le dijo: —¿Por qué dudaste, hombre de poca fe? —Y luego que entraron en el barco cesó el viento. Y los que estaban en el barco vinieron y le adoraron diciendo: —Verdaderamente Hijo de Dios eres. —Y habiendo pasado a la otra parte del lago fueron a la tierra de Genesar. Y después que le conocieron los hombres de aquel lugar enviaron por toda aquella tierra, y le presentaron todos cuantos padecían algún mal. Y le rogaban que les permitiese tocar siquiera la orla de su vestido. Y quedaron sanos cuantos la tocaron.»
Análogo al anterior pasaje es este otro del mismo evangelista (Mateo VIII, 23-27; Marcos IV, 36-40): «Y entrando Jesús en el barco le siguieron sus discípulos. Y sobrevino una gran tempestad de modo que las ondas cubrían el barco, mas él dormía. Y se llegaron a él los discípulos diciendo: — ¡Señor, sálvanos, que perecemos! —Y Jesús les dijo: —¿Qué teméis, hombres de poca fe? —Y levantándose al punto mandó a los vientos y a la mar y se siguió una gran bonanza. Y los hombres se maravillaron y decían: —¿Quién es éste que le obedecen los vientos y el mar?» No hay que olvidar, en efecto (capítulos XV y XVI de nuestra obra El libro que mata a la Muerte), que todas las grandes representaciones de los Misterios orientales y paganos tenían lugar de noche siempre y sobre los lagos sagrados, esos sublimes lagos de los templos o «pistas» que aún se ven en muchos de ellos.

11. Damos el pasaje en cuestión de «Lanzarote» para que el lector pueda percatarse mejor del paralelo entre lo que en él se dice y lo que al par se quiso ocultar, o sea escenas semejantes a las que le acaecieran a Ginés.
«…E tanto anduvo don Lanzarote —dice el citado «Fragmento inédito» de cuando el héroe descubre el sepulcro de Galaz— que llegó a una casa de religión y la doncella [del Gran Linaje] le dijo: —Señor, tiempo es ya de albergar [nos] y ved aquí una casa donde nos albergarán muy bien, pues sois caballero y por mi amor. —Mucho me place —dijo Lanzarote—, pues que vos queredes. Entonces… un fraile dijo a Lanza-rote: —Señor, a mí me han dicho que venía a librar a los que están en esta tierra por servidumbre. —Si Dios quisiere poner en ello su consejo —dijo Lanzarote—, de grado lo haré yo con todo mi poder. —Señor —dijo el orne bueno—, esto os digo yo porque aquí está la prueba de ello; pues aquel que la realice tendrá la honra de esta batalla e de esta aventura. —Muy de grado —dijo Lanzarote— la probaré. —Pues yo os la mostraré —dijo el orne bueno—.
Entonces, armado como estaba, salvo las manos y la cabeza, se fue con el orne bueno, y llevóle éste a un cementerio do yacían enterrados muchos cuerpos de caballeros que mucho fueran ornes buenos a Dios y al siglo. Y cató por el cementerio y vio muchos monumentos de mármol, muy ricos y muy hermosos y eran bien catorce, y entre ellos había uno que era más rico y más hermoso que todos los otros y el orne bueno llevó a Lanzarote a aquel monumento y el monumento tenía de suso una gran piedra de grueso de más de un pie y estaba sujeta con plomo el cimiento, y el orne bueno dijo a Lanzarote: —Ved aquí la prueba. Sabed que el que alzase la piedra acabará la aventura. Entonces trabó Lanzarote de la piedra por el cabo más grueso y desjuntóla del plomo y del cimiento y alzóla en alto más que su cabeza, y cató en el monumento el cuerpo de un caballero que estaba armado de todas armas… Y Lanzarote vio en el monumento letras que decían: ‘Aquí yace Galaz, fijo de Jusep de Abarimatía…’ Muy gran pieza tuvo en sus manos Lanzarote alzada la piedra más alta que su cabeza y cuando la quiso tornar como estaba ella no se pudo más abajar. Y destos fueron maravillados cuantos allí estaban…»
Que en diversas iglesias románicas y templarías se practicó así la iniciación de «El Santo Sepulcro», al modo de como aún hoy se practica en ciertas corporaciones o fraternidades que no tenemos para qué nombrar, lo prueba el que, según los antes citados historiadores de Segovia, nos hablan del sepulcro de mármol que aún se ve en nuestros tiempos en medio del camarín de la iglesia templaría de Vera-Cruz. El candidato, ni más ni menos que en las iniciaciones egipcias y aun en lo que los evangelistas relatan de la muerte de Jesús, era depositado, una vez «muerto», en dicho sepulcro, del que resucitaba glorioso al amanecer del tercer día. De aquí, en fin, el nombre de «Caballeros del Santo Sepulcro» —el de Jerusalén y el otro— y las notables frases de aquellos «biógrafos» de Jesús cuando dicen (Mateo, XXVII, 57-60; Lucas, XV, 4247): «Y cuando fue tarde vino un hombre rico, Joseph de Arimatea, ilustre senador que también esperaba el reino de Dios y entró osadamente a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se lo dio y Joseph compró una sábana y, quitándole de la cruz, le envolvió en ella y le puso en un sepulcro suyo nuevo que habíahecho abrir en una peña y revolvió una gran losa a la entrada del sepulcro y se fue».
No podemos descender al detalle de esta «losa», que nos recuerda la del «ábrete, sésamo» del cuento de Ali-Babá y los cuarenta ladrones libertados por una esclava; la roca removida por Juanillo el Oso; la removida por H.P.B. en la gruta de Karli (véase este epígrafe en Por las grutas y selvas del Indostán); la removida también por «eljiña de Benarés» (véase Hist. de la S.T. por Olcott), y en general «La piedra cúbica», del capítulo correspondiente al `De gentes del otro mundo´.

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